Dos de enero.
Comienzo el año con el mismo pensamiento que me aborda desde
hace tiempo, como una angustiosa pesadilla que se repite cada noche: por qué yo
no.
Y eso que a pesar de todo, pienso menos, siento menos.
No
tengo nuevas emociones que colocar en el pecho. No necesito fugas de escape. No
hay llamadas en el contestador metafórico, nada, ningún mensaje.
Lo siento. No sé responder si no me preguntan.
Añadiría un cuarto temor a los que todo hombre sabio tiene.
Un mar en calma puede traer serias consecuencias. Lo digo
porque creo que lavarme los dientes con la luz apagada es de lo más emocionante
que he hecho últimamente.
He sentido repentinas ganas de llorar más rápido de lo que
tarda en descorcharse una botella de champán. Pero en su lugar frunzo el ceño,
y miro hacia el horizonte.
No lo alcanzo.
Lo siento, no siento nada, salvo esta extraña angustia al
moverme. Tengo prisa por vivir pero no consigo hacerlo. Acude antes a mí el
suspiro que la satisfacción del haber hecho. Pánico escondido. Taquicardia subconsciente. Agitación mental. Vorágine. Y yo tan muerta por fuera.
Suspiro. Suspiro con sabor a no soy yo, ni lo seré. Sabor a cuántos
posibles veranos y cuántos fríos inviernos hubieran podido ser. Mira que saberme más así, sin tenerlo, sin
tocarlo. Sabor a no saber a qué sabe.
Maldita sea.
Hay un cúmulo de cosas que necesito para mí, que necesito de
alguien y no encuentro. Sé que es anhelo en carne y hueso que intento encajar en el
hueco del puzle que me falta por rellenar.
Lo siento. Sé que es aquello que no me encaja aunque lo haga a la fuerza.
Sólo me queda olvidar la pieza sobre la mesa. Dejar el hueco y saber que tampoco se va a rellenar de esta manera.
Esperar a que todo o nada pase. Hacer mientras espero, esperar a que hagan. Moverme pero permanecer en el sitio.
Predigo un mal final.
Aunque no hay problema en elegir la dirección en un cruce de
caminos si no hay nada esperando en ninguno.